Volvió a la vieja casa en la calle ocho, al sur del centro bullicioso, en medio de un barrio más bien callado, viejo también como la casa que ahora lo saludaba. No supo bien como llegó. Salió del bar aquella noche entre la bruma y la confusión que el alcohol suele provocar en la sangre. Escuchó a lo lejos una voz. Había escuchado aquel sonido por primera vez en una mañana de agosto, pero aquello parecía más confuso que lo que ahora veía. Eran tiempos más bien diferentes, crecer había sido doloroso a lo largo de todo ese tiempo. Sabía cosas que cualquiera en su lugar jamás habría deseado saber, comprendía aquella soledad que nos obliga a buscar un refugio en la imaginación y sus productos: cuando nos convecemos que es mejor crecer y madurar, y que es hora de sentar cabeza y otras patrañas que las mujeres viejas y amargadas han inventado para seducir a quienes aún se atreven a soñar....
¿Dónde has estado?, preguntó con miedo a escuchar las respuestas, con la curiosidad de un niño ante el misterio. Te he extrañado, confesó lleno de un cierto temor como el que se siente cuando se está ante algo que le supera en poder y nobleza. Porque aquello que se blandía en su pecho era así: una gran ola de calor inundó su ser y sabía que era cuestión de tiempo... el problema de siempre era lo temporal y trivial que eran aquellos seres.
No hubo respuesta. Silencio sólo.
No creas que me olvidé, comenzó nervioso, es más bien que a veces la vida se nos va antes de que podamos darnos cuenta de que estamos en ella. Mi nostalgia te observa cada que puede y te trae a mi mente en las nieves de nuez, las lluvias del verano, las noches frías de tu mes favorito y los focos de la ciudad gemela a la tuya, los acordes de todo lo que se parezca a Fernando –nuestro dilecto– ¿Qué crees? Ya lo vi... qué trivial soy.
No hubo respuesta. Silencio sólo.
Había un extraño aroma en el ambiente. La humedad hacía que se acentuara pero no lograba identificarlo por más que ponía atención. Los restos de un sillón se adivinaban en un rincón y cerca de la chimenea se dibujaban dos sillas. Una mano hizo un mudo ademán, pero no se atrevió a seguirlo. Tantos años y todavía podrían... no, no... ¡qué locura! Tal vez eso siempre fue. La mejor de todas las locuras, la que podría realizarse sólo porque con una pizca de fe las montañas testarudas cambian de lugar –claro, nunca dijo que dejarían de ser montañas– ¿Qué era ese olor? ¿Crisantemos? ¿Rosas? ¿Jazmín? ¿Mirra? ¡Cómo no puedo saber!
No hubo respuesta. Sólo el olor.
La noche se difuminaba y él se cansó. Se sentó para escuchar el amanecer llegar. Habían pasado siglos desde que no veían un amanecer juntos. Un día pudieron verlo, pero la vida no ayudó lo suficiente. Parecía que hoy podría ser ese día... sólo se precisaba una palabra. En suspenso, mirando fijamente el cuarto oscuro –ahora más bien en penumbras– , esperó.
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¿Habrá respuesta? ¿A ti también te quita el sueño?
¿Dónde has estado?, preguntó con miedo a escuchar las respuestas, con la curiosidad de un niño ante el misterio. Te he extrañado, confesó lleno de un cierto temor como el que se siente cuando se está ante algo que le supera en poder y nobleza. Porque aquello que se blandía en su pecho era así: una gran ola de calor inundó su ser y sabía que era cuestión de tiempo... el problema de siempre era lo temporal y trivial que eran aquellos seres.
No hubo respuesta. Silencio sólo.
No creas que me olvidé, comenzó nervioso, es más bien que a veces la vida se nos va antes de que podamos darnos cuenta de que estamos en ella. Mi nostalgia te observa cada que puede y te trae a mi mente en las nieves de nuez, las lluvias del verano, las noches frías de tu mes favorito y los focos de la ciudad gemela a la tuya, los acordes de todo lo que se parezca a Fernando –nuestro dilecto– ¿Qué crees? Ya lo vi... qué trivial soy.
No hubo respuesta. Silencio sólo.
Había un extraño aroma en el ambiente. La humedad hacía que se acentuara pero no lograba identificarlo por más que ponía atención. Los restos de un sillón se adivinaban en un rincón y cerca de la chimenea se dibujaban dos sillas. Una mano hizo un mudo ademán, pero no se atrevió a seguirlo. Tantos años y todavía podrían... no, no... ¡qué locura! Tal vez eso siempre fue. La mejor de todas las locuras, la que podría realizarse sólo porque con una pizca de fe las montañas testarudas cambian de lugar –claro, nunca dijo que dejarían de ser montañas– ¿Qué era ese olor? ¿Crisantemos? ¿Rosas? ¿Jazmín? ¿Mirra? ¡Cómo no puedo saber!
No hubo respuesta. Sólo el olor.
La noche se difuminaba y él se cansó. Se sentó para escuchar el amanecer llegar. Habían pasado siglos desde que no veían un amanecer juntos. Un día pudieron verlo, pero la vida no ayudó lo suficiente. Parecía que hoy podría ser ese día... sólo se precisaba una palabra. En suspenso, mirando fijamente el cuarto oscuro –ahora más bien en penumbras– , esperó.
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¿Habrá respuesta? ¿A ti también te quita el sueño?